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PLEGARIA ENTRE LAS BUTACAS DEL TEATRO MUNICIPAL

Para ser honesto: yo, como muchos otros, me despreocupaba demasiado por lo que ocurre por la noche en los lugares más concurridos de la ciudad… durante el día. No quiero referir a lo que sucede con sus trabajadores, la limpieza o el desorden que sigue a un día de labores, sino algo más: eso que no siempre se ve con un vistazo, o que se asoma por el rabillo del ojo, eso que se cruza con la mirada por un corto instante, previo a desaparecer. ¿Qué pasa cuando se apaga la luz? Averigüé un poco al respecto.

Tras relatar la historia de Caminarte, conversé un rato más con su fundador. Hasta entonces, no tenía idea de que en la antigua Valencia se fusilaron fiestas en las esquinas, que Aguirre azotó brutalmente la tranquilidad del pueblo y que diversas apariciones se presenciaron en La Quinta Isabela. Pero la historia más fascinante, que atisbé desde hacía un tiempo, fue la de una monja que deambula los rincones del Teatro Municipal de Valencia.

Cuando me colé aquel jueves de marzo, libre a mis andanzas, recuerdo mencionar que los espíritus matizan de cierta manera el lugar. Pero nunca imaginé ser oyente -pues no sé cuál habría sido mi reacción si me topase con ella- de semejante historia defendida con uñas y dientes por los trabajadores más antiguos del lugar. Parece que el espíritu de esta hermana vaga por cada pasillo de la orquesta apenas dejándose ver por alguien, con sus hábitos revoloteando al ritmo del suave viento, a paso aletargado e inquietante, más bien.

Un escalofrío me recorre la nuca mientras escribo esto. Al menos, la plena luz del día acompaña mi osadía, junto con una presencia tras mío, vestida de negro y blanco. Pero, ¿qué hace allí? ¿Solo por casualidad ha deambulado el teatro durante tantos años? No. El insigne teatro municipal yace sobre lo que alguna vez fue el cementerio del convento (el cual provenía de la Iglesia San Francisco), justo a un lado de la Basílica Catedral de Nuestra Señora del Socorro​, monumento religioso y turístico por excelencia de la ciudad. A nivel histórico, es inimaginable la cantidad de sores que albergó dicho claustro… como las que descansan día y noche bajo las tablas.

Muchos trabajadores la han visto, pero ninguno ha observado con exactitud sus rasgos humanos. Tampoco critico tal hecho. Solo verla ya es prominente. No tiene nombre, pero lo que no hace falta asegurar: es que son incontables los años que lleva allí, colada entre el multitudinario público que acudía a las funciones antes de la pandemia. ¿Quién quita que se haya hecho pasar por viva? ¿O que desapercibidamente se posase a tu lado durante el show? Nadie. Ahí sigue y seguirá. Que sus oraciones no espanten.

Una de las pocas veces que los trabajadores alcanzaron a verla, no estaba sola. Es en este punto cuando la idea de visitar el teatro de noche me repele y fascina a la vez. Aquella fría ocasión, las hermanas se encontraban sentadas en el segundo balcón, solo vistas entre los resquicios del telón y las tramoyas oscuras. No sé qué pensar o decir o vociferar. Solo… deseo no caminar a solas por los largos y poco iluminados pasillos de la institución. No ahora.

De cierta manera, es para mí una lástima y un alivio a la vez no ser testigo de tal aparición. Es un mito que abraza las paredes, butacas, tablas y los camerinos del Teatro Municipal de Valencia desde hace muchos años, y resulta fascinante que tan bien se guarde el mito. O mejor dicho, con tanto respeto. ¡Vamos, visitemos el teatro a solas! ¡Demos vueltas por los balcones hasta que la luz se apague y algo nos sorprenda! No un bailarín concentrado en su acto, sino el narrar bajo de una solemne oración: “Padre nuestro que estás en el cielo…”.

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