Por Jesús Frontado
Una mañana fría, previa a las medidas de confinamiento, tuve la necesidad inerme de hallarme en el casco histórico de Valencia, vuelto presa de la cotidianidad. Era jueves, 12 de marzo específicamente. La Plaza Sucre tenía un aroma a lluvia y flores arrancadas. La brisa susurraba un silbido. Las hojas verdes danzaban en silencio. Eran las siete de la mañana.
Recordé una placentera imagen de muchachas revoloteando en una tarima. Bailaban el alma llanera convertida en salsa brava, majestuosa lírica cual las vivas crines del potro de mi amador. Sonreían entre sus movimientos. ¡Cinco, seis, siete, y…! Una gran bandera tricolor descendía lentamente del peine tras bambalinas. “Yo nací en esta rivera del Arauca vibrador”. Todo se detuvo en un segundo perfecto. Aplausos al unísono. Era un verdadero deleite.
Pero entonces estaba yo sentado en la plaza, viendo transeúntes de semblante dormido caminar automáticamente hacia no sé dónde, y el lugar de ese sacro recuerdo me acariciaba la nuca con ternura y sutileza. ¡Estaba ahí, lo sentía con la yema de los dedos! El Teatro Municipal de Valencia tenía sus puertas abiertas. ¡Todo se me disponía! La plazoleta y su frente parisino, el lobby y su piano afinado, las butacas y las cajas sonoras de las alturas. Era un llamado de aliento. Divino.
En compañía de dos de mis mejores amigas, ángeles desalados del cielo, rodeamos la maravilla arquitectónica. En 1887, el general Don Hermógenes López fue quien resolvió la construcción de aquella maravilla en Valencia. Según los planos presentados por el arquitecto Antonio Malausssena, la edificación sería una versión miniatura del Teatro de la Ópera de París. La parte frontal del resultado es prueba de ello, más preciosa que oro y monedas de plata.
El insigne pintor, Antonio Herrera Toro, fue el encargado de pintar el característico plafón cuyo centro ostenta retratos de los más grandes autores y compositores del arte escénico y musical. Querubines llenos de amor, alusiones claras al romance, flores y elementos renacentistas. Es como viajar por sabanas húmedas escuchando un joropo libre. “¡Pajarillo, me dijeron que eras libre como la palma del llano!”, suena ahora en alguna parte. Los grandes autores cantan. Un siglo de historia me arropaba.
Con el sigilo de camaleones, nos adentramos en la tarima por su retaguardia. Las tramoyas estaban cerradas. El telón nos mantenía ocultos. Las luces eran tenues. De repente, un acomodador apareció de entre una puerta. Ignoró nuestra presencia. La magia del lugar nos había vuelto invisibles. Ingresamos por la entrada central a las butacas, como Zeus al Olimpo, y la araña repleta de luces iluminó nuestras almas en lo que dura un suspiro. Era algo inaudito. Nos había enamorado.
Aunque ya había estado ahí antes, ensayando obras teatrales y presenciando impetuosos bailes, la tarima del teatro municipal me envolvió de manera más íntima. Las cajas elevadizas de los músicos, el proscenio que estremece por dentro el corazón, las bambalinas de colores penetrantes… eran como parte mía ahora. Sin embargo, la aventura exigía continuar recorriendo. Tomamos algunas fotografías sin flash, encomendamos el sitio a Dios y dimos pasos fuera. El sitio era acogedor.
Entramos al lobby solitario. Había afiches y estantes vacíos, destinados a un evento vespertino. Los espejos reflejaban versos, notas y emociones sublimes, además de mi sonrisa risueña inspirada por ese lugar. Entre risas en voz baja, tomamos más fotografías. Justo cuando nos disponíamos a explorar la parte más alta, donde está el balcón de los pobres, las torres exteriores y el salón Mary Schwarzenberg, la puerta se cerró de soslayo. ¡Había pasado media hora! El tiempo huyó a otra parte.
Tristes como niños pequeños al irse insatisfechos del parque, debatimos si era la hora de salir de aquella cúpula artística. En eso, me pareció ver el espanto de un hombre con una paleta de pinturas en la mano. ¡Juro por los cinco dedos de mi mano derecha que lo vi! Quizá quiso mostrarnos algo, quizá no. Pero no era Herrera Toro. No era venezolano. Sin comentar nada a mis acompañantes, concluí que se trató de un insigne polaco taciturno, inmortalizado en aquellas paredes.
Nos deslizamos, antes de la retirada, entre los asientos presidenciales. El anonimato de su oscuridad junto con la magia nos sacó del espacio y el tiempo. Más fotografías sin flash. La luz resultaría en una perjudicial fotodegradación de las obras pintorescas. No queríamos dañar nada. Meditando sobre aquel espectro, por segunda vez, confirmé lo que hube pensado. Fue Miguel Baranowski, el artista polaco que restauró el teatro en el año 1978, devolviéndole su belleza arquitectónica y artística.
“Que tu descanso sea tan hermoso como tu arte”, deseé para la paz de su alma. Sentí un cálido abrazo con el aroma del roble de Jozef. Baranowski me había escuchado. Su espíritu estaba tranquilo. Volvimos a este plano y este tiempo; salimos por la tarima, nos despedimos de los empleados –quienes nos desearon un muy feliz día– y nos vimos, finalmente, en la calle. El cielo estaba nublado, pero no hacía frío. Olía a sueño y nostalgia. El teatro nos despedía muy triste.
Esta obra maestra de la arquitectura y la ingeniería, clásica y magnánima, es Patrimonio Artístico Nacional. Al momento de volver a verle de frente, a las ocho y cinco de la mañana, hube entendido por qué, mas es algo que no sé explicar. El Teatro Municipal de Valencia hace latir el corazón de la ciudad. Por entonces el mío latía a su ritmo; no podía quitarle la mirada de encima. Di la espalda sin querer alejarme. El cielo se abría lentamente, como un telón vinotinto. El acto de la obra titulada “Vida” continuaba.
Comments